Es natural como madres, padres o cuidadores tener expectativas sobre nuestros hijos. Deseamos lo mejor para ellos: que aprendan, que se porten bien, que tomen buenas decisiones y que eviten los errores que nosotros cometimos. Sin embargo, muchas veces esas expectativas, aunque bien intencionadas, pueden convertirse en una fuente de frustración —tanto para nosotros como para ellos.
Cuando la frustración habla más fuerte
Es fácil dejarnos llevar por el enojo o la decepción cuando nuestros hijos se equivocan: una mala nota, una conducta inapropiada, una actitud desafiante. En esos momentos, puede surgir la crítica rápida, el juicio duro o incluso la comparación con otros niños. Pero ¿qué ocurre cuando el error de un hijo se encuentra con la frustración de un adulto?
Lo que ocurre es que perdemos una oportunidad. Porque cada error, cada tropiezo, es una invitación a enseñar, a guiar y a fortalecer el vínculo con nuestros hijos. En lugar de mirar solo el comportamiento externo, podemos preguntarnos: ¿qué está sintiendo mi hijo?, ¿qué necesita aprender?, ¿cómo puedo acompañarlo desde el respeto y el amor?
Transformar la crítica en orientación respetuosa
Cuando dejamos de criticar y comenzamos a orientar, el cambio es profundo. La orientación respetuosa no ignora el error, pero lo aborda con calma, empatía y dirección. Enseñamos no desde la culpa, sino desde la conexión.